Mi abuelo vivía en una casa muy grande cerca de la calle Mayor. Una casa con tres pisos y nueve balcones, donde mi abuela regaba geranios y sacaba a sus gatos cuando se portaban mal.
Una casa tan amplia como los recuerdos de mi abuelo, con techos tan altos que no acababan nunca y unos pasillos que parecían los laberintos de Alicia en el País de las Maravillas. Pero lo que más me gustaba eran las buhardillas, unas habitaciones frías y muy oscuras, porque mi abuelo mandó tapiar las ventanas, por miedo a que la luz estropeara sus tesoros. Esto hacía que los únicos habitantes de las buhardillas fuéramos mi abuelo y yo, y en ocasiones, algunos animales de vida nocturna.
Los sábados, después de comer el arroz con garbanzos que nos preparaba mi abuela, siempre subíamos mi abuelo y yo, él a contar historias y yo a descubrir las novedades que se iban acumulando desordenadamente entre baúles, maletas y estanterías que comenzaban a ceder por su propio peso.
Ese sábado mi abuelo estaba bastante nervioso. Lo supe nada más llegar, porque lo conocía incluso mejor que mi padre, y lo veía mover la pipa entre sus labios y tamborilear los dedos sobre el sillón. Cuando acabamos de comer, dijo sentirse indispuesto y me hizo un guiño para que lo acompañase.
Lo seguí entre los laberintos de pasillos y las desvencijadas escaleras y llegamos a la buhardilla. No parecía haber ninguna novedad entre aquel desorden, pero cuando mi abuelo le dio al interruptor y la bombilla emitió tímidamente unos breves destellos de luz, vi allí una gran caja de madera llena de cartas y legajos.
Hacía muchos años, mi abuelo había sido cónsul en Méjico, y en su jubilación todavía mantenía el gusto por los viajes y la colección de objetos antiguos. Así que no me extrañó cuando vi aquella caja destartalada y a mi abuelo abrirla cuidadosamente para sacar un enorme libro con lomos de piel envejecida.
“Ven, acércate con cuidado”, exclamó mi abuelo, como si presencia pudiera desintegrar aquel objeto. Era un libro extraño, demasiado corto y demasiado ancho, como si fuera un álbum de fotos, y cuando lo abrió me encontré un montón de hojas y fotos amarillentas que parecían combatir con valentía el paso del tiempo.
Es el “libro de los buenos”. Todos los hombres que han hecho algo bueno por la humanidad aparecen en él. “Ten mucho cuidado”, sólo queda esta copia, las guerras ya se encargaron de destruir el resto.
Yo pasaba incrédulo las hojas de aquel libro que empezó a ser escrito hace miles de años por un filósofo griego. De pronto me entristecí. ¡No conocía a nadie! Por mis ojos iban pasando hombres y mujeres, niños felices, ancianos pensativos,… y nada. Ningún rostro me sonaba. Pero entonces, sin querer, mi vista se detuvo en un nombre Francisco J. Balmis.
“Mira, abuelo”, casi le grité, este personaje es de Alicante. ¿Y cómo puede ser que no lo conozcamos?
Mi abuelo carraspeó y paseó la pipa por sus manos. Seguro que estaba pensando.
“Es curioso”, comenzó a decir, “cuando yo vivía en Méjico todo el mundo hablaba de un gran médico alicantino del siglo XVIII que viajó hasta allí para ayudarles a vencer la epidemia de la viruela. Pero cuando llegué a Alicante me entristecí al ver que nadie conocía su gran hazaña”. ¿Y sabes lo que hice? Comencé a buscar y a buscar información, hasta que ayer, me llegó misteriosamente este gran caja cuidadosamente embalada con el libro dentro.
“Pero, abuelo, ¿quién era Balmis?” , le pregunté mientras observaba con atención una ilustración suya.
Mi abuelo volvió a toser, siempre lo hacía cuando iba a decir algo importante. Y empezó a contarme la historia de ese médico que yo desconocía:
“La noche del dos de diciembre de 1753, era una noche extrañamente fría para la ciudad de Alicante. El aire soplaba entre las solitarias calles, mientras que en una casa de la Plaza de la Fruta, hoy Plaza de Santa Faz, nacía este ilustre personaje.
Sus padres Antonio Balmis y Luisa Berenguer lo bautizaron pocos días después en la Iglesia de Santa María y le pusieron por nombre Francisco Javier.
No muy lejos de aquí pasó su infancia, pues sus abuelos vivían en el Portal del Elche junto con su tío y probablemente fuera a la escuela a los Padres Dominicos. Así que creció entre estas calles hasta que, cuando ya se hizo más mayor, decidió seguir la profesión de su padre, de su tío y de su abuelo: sería médico como ellos.
Primero estudió en el Hospital Militar de Alicante y más tarde se fue a Valencia a acabar sus estudios. Incluso viajó a Méjico tres veces para investigar las plantas que utilizaban los indios para curar sus enfermedades y aplicarlas a las nuestras .
Pero lo más importante fue la expedición de la vacuna, en la que Balmis se llevó al continente americano la vacuna que había descubierto el inglés Jenner”.
“¿Te imaginas?” Me decía mi abuelo,”¡con los pocos medios que había entonces y organizar una expedición para curar la viruela en las colonias americanas!”
Yo miraba un dibujo del libro en el que se veía el barquito moverse entre el mar de tinta y pensaba en como me marearía si tuviese que navegar por esas aguas inhóspitas. De repente, vi las cabecitas de unos niños asomando por la cubierta del barco. ¿Y estos niños quienes eran? Pregunté.
Mi abuelo entonces me siguió contando que como no había forma de transportar la vacuna, buscaron a 22 niños de un orfanato de La Coruña, que durante toda la travesía se iban pasando la vacuna de brazo en brazo.
Así la vacuna pudo llegar al otro lado del océano y distribuirse por toda América. Gracias a él, la viruela, iría poco a poco desapareciendo y dejaría de matar a tanta gente como hasta ahora lo había hecho.
Y después de América, ¿regresó a España?, pregunté a mi abuelo. No, todavía no, pues siguió a viajando hasta Asia, y allí vacunó a la población de Macao, Cantón y Filipinas, después pasó por Inglaterra y finalmente llegó a España.
Yo miraba absorto el Libro de los Buenos mientras mi abuelo acababa de apuntarme las últimas ideas sobre Balmis, y en mi cabeza no dejaba de pensar.
“¿Por qué en el colegio se estudiaba a los colonizadores españoles y ni siquiera mencionaban a este personaje que nos ayudó a curar la viruela? ¿Cómo era posible que nadie conociese a Balmis?”
Mi abuelo me miró comprensivo y volvió a cerrar con cuidado la tapa. Suspirando susurró:
“Creo que viene alguien, es mejor que no sepan que lo tenemos. De ahora en adelante tú y yo nos encargaremos de que todo el mundo conozca a Balmis, para que su nombre nunca vuelva a caer en el olvido”.
Y lentamente mi abuelo cerró la tapa, apagó la luz y fue bajando la escalera, mientras yo le seguía pensando en el alicantino que llegó a aparecer en el importante Libro de los Buenos.
Raputsa era un ser extraño, a veces era persona y a veces era cosa, a veces era aire y a veces era lluvia, …muchas veces cuando ibas a visitarlo te lo encontrabas transformado en un gorila y otras veces en un pez. Raputsa, era blando como una plastilina y los niños decían que no tenía huesos. Pero la mayor parte de las veces Raputsa, aparecía como un anciano muy viejo, muy viejo, con una larga barba blanca que le llegaba hasta los pies y él anudaba en los tobillos.
Lo mejor de Raputsa es que sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que era importante y lo que era secundario, y esto parece fácil, pero si lo pensáis bien no es tanto.
Para Raputsa lo más importante era la salud. Él decía que si no tenías salud el resto no valía la pena, porque no podías disfrutar de las cosas, y admiraba a los médicos porque nos ayudaban a estar sanos.
Como Raputsa era muy viejo, conocía historias de muchos médicos, pero una de las que más me gustaban era la de Balmis, el gran médico alicantino.
Balmis me gustaba porque era de Alicante y era aventurero. Normalmente había estudiado a médicos muy importantes, siempre de lejanos países, pero sólo se dedicaban a investigar y me daba lástima imaginármelos en oscuros laboratorios todo el día encerrados. Además Balmis viajó muchísimo.
Siempre que íbamos a ver Raputsa le pedíamos que nos contara la historia de Balmis, me gustaba imaginármelo paseando por las mismas calles que yo, por el ayuntamiento, por el Portal de Elche, por la calle Mayor y luego en sus viajes,… pero no debo precipitarme, debo comenzar por el principio.
Raputsa cuenta que “el 2 de diciembre de 1753 era un día muy frío, extrañamente frío tratándose de Alicante, el aire silbaba en la noche entre las calles solitarias, y mientras tanto, en una casa del Portal de Elche nacía nuestro vecino Balmis.
Sus padres, Antonio Balmis y Luisa Berenguer, le pusieron por nombre Franciso Javier porque ese era el santo del día y unos días después de su nacimiento lo bautizaban en la Iglesia de Santa María, siendo su padrino ni nada más ni nada menos que Francisco Pavía, el cónsul de Nápoles.
Balmis era un niño despierto e inquieto como cualquier otro de su edad, que vivía en una bonita casa en la entonces plaza de la Fruta (hoy Plaza de Santa Faz). Probablemente fuera al colegio de los Padres Dominicos “Nuestra Señora del Rosario” y allí aprendió a leer y a escribir, y a otras muchas cosas que le serían muy útiles cuando creció.
Más tarde, cuando le tocó la hora de pensar en su futuro, lo tuvo muy claro: sería médico como su abuelo Antonio Balmis, como su padre y como su tío, Tomás Balmis”.
Raputsa decía que Balmis quería mucho a la gente, y por eso se preocupó de estudiar e investigar para hallar solución a enfermedades que entonces eran incurables.
Estudió en Alicante y en Valencia e incluso participó en campañas contra los piratas de Argel. Pero Balmis era muy inquieto, le gustaba descubrir nuevas cosas y le interesaba todo aquello que podía mejorar la salud de la gente, así que viajó a Méjico hasta tres veces para estudiar las plantas de los indígenas y luego utilizarlas para curar nuestras enfermedades.
Sin embargo, lo que más me gustaba de Balmis era lo de la viruela. Cuando Raputsa nos contaba esta historia, siempre le hacíamos que nos relatara lo de la viruela. Y entonces Raputsa abandonaba su apariencia de anciano de barba larga y adoptaba la forma de un monstruo morado, horrible como pocos, y con todo el cuerpo lleno de verrugas verdes.
La viruela nos decía, era hasta hace poco una epidemia temible, que afectaba a mucha gente. Se contagiaba fácilmente, y el cuerpo aparecía lleno de granos. La mayoría de ellos morían. La gente no sabía que hacer, porque cada vez que había una epidemia desaparecía una gran parte de la población.
Fue un médico inglés, Jenner, quien inventó la vacuna contra la viruela. Pero fue Balmis quien la expandió por todo el mundo. Imaginaros, nos decía Raputsa, con lo grande que es el mundo y con los frágiles medios de transporte que había entonces.
Pero Balmis era muy valiente. Cuando el rey Carlos IV se enteró que en las colonias que España tenía en América estaba muriendo mucha gente a causa de la viruela, pensó en organizar una expedición que llevase la vacuna a estas tierras, que dirigiría su médico de cabecera: Francisco J. Balmis.
Así que Balmis, tuvo que ingeniárselas para transportar la vacuna hasta América. Y, ¿sabéis como lo hizo?
Y Raputsa se convertía entonces en una corbeta de madera, que se balanceaba estrepitosamente entre unas imaginarias olas. Y seguía contándonos:
Primero buscó una corbeta, que es un barco no muy grande, pero con tres mástiles y un sistema de velas muy completo, pero lo más importante era encontrar la forma de transportar la vacuna y lo hizo de la siguiente forma: buscó a niños que estaban sanos de un orfanato de La Coruña para que no se asustaran de ver el mar y les inyectó la vacuna buena en el brazo, y durante todo el viaje los niños se iban pasando la vacuna de brazo en brazo hasta que llegaron a América.
El 30 de noviembre de 1803 Balmis salió del puerto de La Coruña y unos meses más tarde llegaron a América. Cuando llegó allí empezó a vacunar a la gente, que al principio tenía un poco de miedo porque no entendía muy bien eso de las vacunas, pero después se fue dejando y salvó a muchas personas.
De América se fue hasta Asia, justo a la otra parte del mundo, a lugares como Filipinas, Cantón y Macao y después de doblar el cabo de Buena Esperanza en África fue hasta Inglaterra, y de allí ya regresó a España, tres años después, en septiembre de 1806.
Os imagináis, nos decía Raputsa, viajar por el mundo sobre un barco, sufriendo grandes tormentas y enfermedades, para llevar la vacuna a quien no la conocía, para salvar a muchas personas. De verdad, que ese Balmis era increíble.
Y entonces Raputsa volvía a ser el anciano, muy anciano con una barba blanca y suspiraba que era una pena que en Alicante hoy nadie lo conociera ya, que la historia sólo recuerde las guerras y no las grandes hazañas de personajes como Balmis que hicieron avanzar a la humanidad.